sexta-feira, 4 de julho de 2014


Escrito por: Gustavo Estrada Hurtado el 16 Jul 2008 - URL Permanente
Quizás nunca comprenderemos la manera como las leyes de la evolución llegan al prodigio que ocurre a cada instante dentro de nuestra cabeza. A través de mutaciones y adaptaciones genéticas, el cerebro de nuestros remotos antepasados evolucionó hacia el cerebro humano actual. Pero los neurólogos sí saben que el producto a la fecha organiza nuestro entorno de tal manera que nos es más manejable, más agradable y más favorable, pero no necesariamente más real. Nos movemos en un territorio de representaciones ilusorias, creado y manipulado por el cerebro. Dice el neurocientífico colombiano Rodolfo Llinás:
En el mundo externo no hay sonidos, ni olores, ni colores. Allá afuera no existen amarillos, ni rojos, ni azules, como los percibimos y apreciamos, sino ciertas frecuencias que traducimos a policromías. La realidad es más mágica aun que el realismo mágico, porque vemos en total oscuridad, oímos en total silencio.
Mi cerebro crea —arma, ensambla— la película del universo mío, que bien puede ser distinta de la película del vecino. Para explicar el proceso con un ejemplo extremo, el verde de quienes padecen daltonismo (la confusión de colores como resultado de una enfermedad de la vista) es distinto del verde de aquellos con visión normal. El cerebro transforma y completa todo lo que está en el mundo exterior con el fin de que en el mundo interior, que arma nuestro cerebro, los alrededores nos resulten beneficiosos, aprovechables y, con frecuencia, bellos o placenteros (lo que resulta a todas luces más extraordinario).
No tenemos certeza de cómo es la realidad objetiva que escanean permanentemente nuestros sentidos. Cualquiera que ella sea, el cerebro la distorsiona —la acomoda es un mejor verbo— para nuestra conveniencia y, en el proceso, nos fabrica un espectáculo de luces y sonidos, de olores y sabores, de sensaciones físicas y percepciones mentales que nos facilitan la supervivencia, la reproducción y la continuidad de la especie. Las imágenes mentales son solo películas embellecidas y mejoradas de un mundo exterior y de un entorno cuya naturaleza exacta tal vez nunca conozcamos.
La ilusión no es solo espacial. La ilusión temporal —la del calendario, la del reloj— ha sido también reconocida y admirada por santos, filósofos y sabios. Escribe San Agustín (354-430) en las Confesiones:
¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si quisiera explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Sé que si nada pasara, no habría tiempo pasado, y si nada viniera, no habría tiempo futuro, y si nada existiera, no habría tiempo presente. Pero esos dos tiempos, el pasado y el futuro, ¿cómo pueden existir, si el pasado ya no existe y el futuro todavía no existe? En cuanto al presente, si siempre fuera presente y no llegara a ser pasado, ya no sería tiempo, sino eternidad. Y si el presente, para ser tiempo, necesita que llegue a ser pasado, ¿cómo decimos que existe el presente, si su razón de ser consiste en dejar de ser, de modo que en realidad no podemos decir que existe el tiempo, sino en cuanto tiende a no existir?
El tiempo está pues en nuestro cerebro. Lo dice el escritor mexicano Octavio Paz de una forma más filosófica:
El tiempo no está fuera de nosotros, ni pasa frente a nuestros ojos como las manecillas del reloj; el tiempo somos nosotros y no es el tiempo el que pasa, sino nosotros los que pasamos.
El tiempo es una variable que se mide con almanaques en días por año o con relojes en horas por día; una definición que incluye lo definido no está definiendo nada. Y una cosa que estamos seguros de que existe, pero que no podemos definir, es entonces una creación mental.
Los físicos, con sus ecuaciones que dejan de lado preferencias y subjetividades, interpretan el tiempo como una cuarta dimensión en la cual también la luz se mueve a trescientos mil kilómetros por segundo. El cerebro toma longitud, anchura y profundidad para armarnos con ellas la sensación de cubos, que medimos con metros o estimamos a simple vista, y dentro de los cuales podemos movernos o detenernos. La cuarta dimensión es algo muy diferente, una especie de corriente que no podemos detener; en ella estamos siempre desplazándonos y nos resulta imposible quedarnos quietos; en un punto de la corriente aparecemos —nacemos— y en otro nos esfumamos —morimos—. Para complicar las cosas, si la teoría de las cuerdas llegare a probarse correcta, el cerebro se las arregla para ignorar seis dimensiones adicionales, no sé si espaciales, temporales o de otra naturaleza; nuestro organismo simplemente no las necesita y el cerebro, en su evolución, no se toma el trabajo de procesarlas u organizarlas. (¿Se imaginan las dificultades para encontrar las llaves del carro en diez dimensiones?). La noción del tiempo como la maneja nuestro cerebro es pues también una conveniencia de la evolución.
El sentido de identidad 
El arreglo supremo del cerebro y, simultáneamente, una de las características sobresalientes de la naturaleza humana es la permanente y firme convicción de identidad que todos poseemos, la ilusión de un «yo» que, con todos sus asociados —me, mío, mí, mismo—, nos traza límites y nos diferencia claramente de nuestros semejantes. Esta ilusión cumbre es el primer corolario de la impersonalidad. Ninguna otra especie conocida exhibe tal particularidad —definitivamente no en el grado de refinación con el que ocurre en el hombre—. El sentido de identidad es una de las acepciones de la palabra ego, la persona esencial distinguible física y verbalmente de las demás. (Antes de continuar con el tema, es preciso distinguir entre el ego, como lo acabo de definir, y el alma, en su concepción religiosa. Ego y alma son una misma palabra en pali y en sánscrito. No es así en los idiomas occidentales: ego es el diferenciador social que posee y caracteriza a cada persona; alma es la esencia inmaterial y eterna asociada al cuerpo físico de cada individuo).
El Buda niega la existencia del alma, pero reconoce la existencia de su ilusión, ilusión esta que es equivalente al ego como sentido engañoso de una identidad real. Repito y subrayo: las ilusiones existen —todos hemos experimentado el extraño fenómeno de los sueños—, las cosas que aparecen en la ilusión, en cambio, no existen. Las visiones de las pesadillas son imaginarias, se generan en nuestro cerebro y no están frente a nuestros ojos cuando «las vemos». Por impresionante que sea la pesadilla, nos damos cuenta de su irrealidad tan pronto nos despertamos. Lo mismo sucede con la ilusión del «yo»; su experiencia, además de útil, es también contundente e inequívoca, tan clara y real como el más vívido de los sueños. Ya vimos justamente que un buda es un despierto, alguien que ha abierto los ojos para salir de la ilusión de una esencia permanente, de un ente estable, continuo e independiente del cuerpo físico.
La sensación del yo es tan marcada, tan real y tan perceptible en nuestro comportamiento y a nuestra consciencia que muchos considerarían paranoico a quienquiera que se atreviera a decirles que su ego es una ilusión. Todo parece mostrarnos la realidad del ego: ¿me van a decir que «yo» no existo? El lenguaje es cooperativo de la ilusión y apoya el trazado de límites: yo y usted, mío y suyo, este y aquel, aquí y allá. Cuando queremos eludir responsabilidades usamos pronombres impersonales o reflexivos —uno no sabe, se me olvidó, se me hizo tarde—, pero cuando decimos «yo», no queremos dejar dudas acerca de quién está hablando.
El ego, como programación cerebral, es una creación desarrollada durante la evolución del hombre. Primero fueron las emociones. En las sensaciones dolorosas y placenteras se originaron los miedos y los deseos. De las sensaciones dolorosas surgieron los miedos al hambre, al dolor físico y a la soledad; de las sensaciones placenteras, provinieron los deseos recíprocos de alimentos, bienestar y compañía. En estas emociones primitivas se encuentran los vestigios iniciales del ego.
De acuerdo con los neurólogos Joseph E. LeDoux y David Dobbs, nuestra identidad surge de reacciones condicionadas (formaciones condicionadas en la terminología del Perfecto) por miedos, deseos, asociaciones y expectativas que están grabados principalmente en el subconsciente. Algunos miedos se graban en el código genético y se vuelven innatos para cada especie; esto es codificación dura en el cerebro, equivalente a la codificación por hardware en los computadores. Un ratón de laboratorio, cuyos ancestros han nacido y crecido en cautiverio por generaciones, siempre se asustará con la aparición (o más probablemente con el olor) de cualquier gato. Nosotros los humanos tememos por instinto a la oscuridad, a las serpientes, a nuestra propia muerte y a la muerte de los seres queridos. Los temores varían desde miedos manejables en los más sosegados, hasta pánicos descontrolados en los menos equilibrados.
Antonio Damasio, el destacado neurólogo y neurocientífico portugués, considera que la evolución hacia la consciencia de identidad, el «yo» que quiere perdurar y multiplicarse, es la recompensa de la evolución a la noción progresiva de la individualidad, una cualidad que claramente favorece la supervivencia. Dice Damasio:
Desde una perspectiva evolutiva, el imperativo por un sentido de identidad se vuelve claro. Imagínense un organismo consciente comparado con uno que no lo sea. El primero tiene un incentivo (que el segundo no posee) para prestar atención a las señales de alarma (de un posible dolor, por ejemplo) provistas por la película histórica de su cerebro —el complejo integrado y unificado de imágenes sensoriales que constituyen el espectáculo multimedia que llamamos mente— y planear la evasión del objeto o de la causa que enciende la alarma.
En la codificación del ego defensivo, el que prende las señales de peligro y ejecuta los planes de ataque o fuga, el cerebro utiliza todo tipo de experiencias pasadas; las propias directas, grabadas en codificación blanda alterable, y las de sus ancestros remotos, las memorias genéticas, registradas en la dura codificación indeleble.
El ego como fenómeno mental es el precursor del alma como creencia; el alma no es otra cosa que el ego eternizado o, mejor aún, el ego eternizándose a sí mismo. El alma es un invento del ego; su eternidad ficticia es la extrapolación mental del deseo de supervivencia física, el resultado de poner el temor a la muerte por delante de la realidad inobjetable de la transitoriedad. La historia del alma debe ser casi tan antigua como la del ser humano. Pero, según Siddhattha Gotama, no poseemos tal alma. Dice el Perfecto en la Narración sobre la característica de la impersonalidad«Cada parte de la forma, cada sensación (señal nerviosa), cada percepción, cada reacción condicionada, cada cognición (cada acto de consciencia) deben ser considerados con discernimiento apropiado como “esto no es mío, esto no soy yo, esta no es mi alma”».
El reconocimiento de la ilusión de alma que generan los cinco agregados es la intuición, la aprehensión inmediata de la naturaleza de las cosas, sin la distorsión —la obnubilación— que genera el ego. Refiriéndose a este reconocimiento, agrega el Perfecto en la misma Narración sobre la característica de la impersonalidad:
Quien ve esto de esta manera acaba con la ilusión creada por la forma, acaba con la ilusión creada por las señales nerviosas, acaba con la ilusión creada por las percepciones, acaba con la ilusión creada por las formaciones condicionadas, acaba con la ilusión creada por la cognición. Quien acaba con la obnubilación (generada por los cinco agregados) se vuelve imparcial y ecuánime.
La obnubilación, el opuesto del conocimiento inmediato, es el velo que impide ver el carácter ilusorio del alma o del ego. El Perfecto compara, de una manera muy descriptiva, la búsqueda de una esencia humana permanente en los agregados de la individualidad, con la búsqueda del sonido melodioso de un instrumento en cada una de las partes que lo componen. Dice Siddhattha Gotama:
Imagínense un rey que nunca antes hubiera conocido un laúd y que, admirado por la belleza de su sonido, preguntara al escucharlo por primera vez: «¿Qué es ese sonido tan delicioso, tan encantador, tan armónico, tan fascinante?» Sus súbditos le responderían: «Eso, señor, es un laúd, un instrumento cuyo sonido es tan delicioso, tan encantador, tan armónico, tan fascinante». El rey diría entonces: «Olvídense del instrumento; consíganme el sonido». Ellos le responderían: «Este laúd, señor, está hecho de numerosos componentes, a través de cuya actividad el laúd suena; la música depende de la caja resonancia, de la madera, del cuello, de las cuerdas y, por supuesto, del intérprete. El laúd consiste de numerosos componentes y su sonido es el resultado de la actividad de todos ellos». Entonces el rey, confundido y ofuscado, obsesionado con encontrar el sonido, rompería el laúd en cien pedazos, partiría luego los pedazos en astillas, prendería después fuego a las astillas y lavaría por último las cenizas en una corriente de agua. El rey diría entonces: «¡Qué patético es un laúd, esa cosa con la cual la gente ha sido deslumbrada y engañada!» De la misma manera que el rey busca el sonido del laúd en sus componentes y no lo encuentra, un discípulo, confundido y ofuscado, podría investigar, uno por uno, los cinco agregados de la individualidad y, sin importar qué tan profunda o minuciosa sea su búsqueda, el discípulo jamás va a encontrar rastro alguno de su alma (de una esencia inmaterial), o de un dueño permanente de sus agregados.
Así como el vocablo «alfabeto» identifica al conjunto de las letras que existen en la escritura de un idioma, el vocablo «ego» identifica al conjunto de los cinco agregados de la individualidad. Alfabeto y ego son conveniencias idiomáticas que carecen de significado o de esencia por sí solos. El sentido en el cual utilizo la palabra «ego» se asemeja a la definición que del mismo término da el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung; para Jung el ego (self en inglés) es la totalidad de la personalidad, la colección de atributos emocionales y de conductas que caracterizan a alguien.
Expresándolo de manera diferente, la neurología y las Enseñanzas coinciden en su interpretación del sentido de identidad. Para la ciencia, el ego es una compleja construcción cerebral, un complicado software neuronal (funciones mentales) que se ejecuta (más bien que se autoejecuta) en el cerebro y en el sistema nervioso del individuo. Para Siddhattha Gotama, el ego son los cinco agregados que generan la ilusión de identidad; el Perfecto prefiere referirse la mayoría de las veces a los agregados como un conjunto.

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