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segunda-feira, 6 de abril de 2009
San Bernardo de Clairvaux - Sermões
* Sermão II - Dos sete dons do Espírito Santo em Cristo
EN LA FIESTA DE LA ANUNCIACIÓN DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA – 25 DE MARZO
SERMÓN PRIMERO
Sobre las palabras del Salmo: Para que habite la gloria en nuestra tierra, la misericordia y la verdad mutuamente vinieron a encontrarse, y se dieron el beso la justicia y la paz. (Ps. 84, 10 y 11.)
1. Para que habite la gloria, en nuestra tierra, la misericordia y la verdad mutuamente vinieron a encontrarse, y se dieron el beso la justicia y la paz. La materia de nuestro gozo, dice el Apóstol, es el testimonio de nuestra conciencia. No es este testimonio como el de aquel Fariseo, que con un pensamiento falso y engañoso hablaba a favor de si mismo, no siendo su testimonio verdadero: sino que es el mismo que da el espíritu de Dios a nuestro espíritu. En tres cosas, a mi parecer, consiste este testimonio. Porque, en primer lugar, debes creer que no puedes recibir el perdón de los pecados, sino por la misericordia de Dios: después, que nada puedes hacer que sea bueno, si igualmente no te viene de su mano: últimamente, que con ningunos méritos puedes conseguir la gloria, si Él mismo no te la da graciosamente. Porque ¿quién podrá volver puro al «que de impura simiente fue concebido, sino el que sólo es limpio y puro? A la verdad lo que está hecho, no puede menos de haber sido hecho, pero si Dios no lo imputa, será como si no se hubiera hecho. Esto consideraba el Profeta, cuando decía: Dichoso el hombre a quien Dios no ha imputado pecado alguno. En cuanto a las buenas obras, es cierto que ninguno las puede hacer con sus propias fuerzas: porque si no supo mantenerse firme nuestra naturaleza estando sana, ¿cuánto menos podrá levantarse por sí misma estando corrompida? Todas las cosas, en cuanto está de parte de ellas, tienden a su origen, y hacia él se sienten constantemente inclinadas. Así nosotros, que fuimos criados de la nada, es constante que, dejados a nosotros mismos, nos inclinamos siempre hacia la nada del pecado.
2. Por lo que pertenece a la vida eterna, sabemos que los trabajos de la vida presente no tienen proporción con la gloria que se ha de manifestar en nosotros algún día, ni aunque un hombre solo los tolerase todos. Ni son tales los méritos de los hombres que por derecho se les deba la vida eterna; ni Dios, si no se la diese, les haría injuria. Porque, sin contar que todos los méritos de los hombres son dones de Dios, y así el hombre por ellos se hace más deudor de Dios que Dios del hombre; ¿qué son todos los méritos para gloria tan grande? En fin, ¿quién es mayor que el Profeta, de quien el mismo Dios dio un testimonio tan insigne diciendo: He hallado un hombre según mi corazón? Sin embargo, él también tuvo necesidad de decir a Dios: No entréis, Señor, en juicio con vuestro siervo. Ninguno, pues, se engañe, porque si lo quiere pensar bien, hallará que ni con diez mil puede salir al encuentro a quien viene a él con veinte mil.
3. Con todo eso no bastan enteramente estas cosas de que hemos hablado, sino que antes se deben reputar como el principio y fundamento de nuestra fe. Por tanto, si crees que no pueden ser borrados tus pecados sino por aquel Señor contra quien pecaste y en quien no cae pecado, bien haces; pero debes añadir a esto la confianza de que Él te perdonará los pecados. Este.es el testimonio que da en tu corazón el Espíritu Santo, diciendo: Se te han perdonado tus¡ pecados. Así juzga el Apóstol que el hombre se justifica graciosamente por la fe. Igualmente en cuanto a los méritos, si crees que no se pueden tener sino por Él, no es bastante, hasta que el Espíritu de verdad te dé testimonio de que los has obtenido por Él. Y lo mismo debe decirse acerca de la vida eterna; es necesario que tengas el testimonio del espíritu de que has de llegar a ella con el favor divino. Él mismo, pues, condona los pecados, da los méritos, y después confiere los premios.
4. Estos testimonios son dignos de la mayor fe. Porque acerca del perdón de los pecados es el más poderoso argumento la Pasión de Cristo. La voz de su sangre evidentemente es mucho más poderosa que la voz de la sangre de Abel, clamando en los corazones de los escogidos por la remisión de todos los pecados, puesto que por nuestros pecados fué entregado. Ni hay duda tampoco en que es más poderosa y eficaz su muerte para el bien, que nuestros pecados para el mal. No es menos eficaz argumento para mí, en cuanto a las buenas obras, su Resurrección; porque resucitó para nuestra justificación. Respecto de la esperanza del premio eterno es testimonio su Ascensión, pues ascendió para nuestra glorificación. Estas tres cosas tienes consignadas en los Salmos, diciendo el Profeta: Dichoso el hombre a quien el Señor no imputó pecado alguno. Y en otra parte: Dichoso el hombre que tiene de vos el auxilio. Y también: Dichoso aquel a quien escogisteis y tomasteis a vuestro servicio; él habitará en los atrios de vuestra casa. Esta es la gloria verdadera, ésta la gloria que mora en nosotros, porque viene de aquel Señor que habita en nuestros corazones por la fe. Mas los hijos de Adán buscando la gloria unos de otros, no querían la gloria que viene de sólo Dios; y así ambicionando la gloria que procede del exterior, tenían la gloria no en sí mismos, sino más bien en otros.
5. ¿Queréis saber de dónde tenga el hombre la gloria que en él habita? Dirélo brevemente; porque la intención me lleva al sentido espiritual de las palabras del Profeta: y aun éste sólo me había propuesto investigar con algún cuidado; pero me dejé ir a lo moral con ocasión del texto del Apóstol sobre la gloria interior y testimonio de la conciencia, que me salió al paso. Esta gloria, pues, habitará también aquí en nuestra tierra, si la misericordia y la verdad mutuamente se encontraren, y si se dieren el beso amistosamente la justicia y la paz. Así es necesario que a la misericordia, que se anticipa y nos previene, salga a encontrarla la verdad de nuestra confesión, y en lo demás sigamos la santidad y la paz, sin las cuales ninguno verá a Dios. Porque, cuando el hombre se compunge, ya la misericordia se adelanta y le previene, pero de ningún modo entrará en él hasta que la verdad de la confesión le salga al encuentro. Pequé contra el Señor, dice el mismo David al Profeta Natán al ser reprendido de su adulterio y homicidio. También el Señor ha transferido y perdonado tu pecado, le contesta el Profeta. Sin duda aquí se encontraron mutuamente la misericordia y la verdad. Y esto sea dicho para que te apartes de lo malo. Mas para que obres lo bueno, debes cantar acompañado del tímpano y en el coro, de suerte que la mortificación de tu cuerpo y los frutos de la penitencia y obras de justicia se hagan en espíritu de concordia y unidad, porque esta unidad de espíritu es el vínculo de la perfección: a más de esto, no debes desviarte a la diestra, ni a la siniestra; porque hay algunos cuya diestra está llena de maldad; como lo estaba la de aquel Fariseo de quien más -arriba hicimos mención. Él no era, a su parecer, como los demás hombres; sino que se daba a sí mismo como dijimos, una aprobación y testimonio que no era verdadero. Pero cualquiera que sea aquel en quien la misericordia y la verdad se encontraren mutuamente, y se dieren el beso amistosamente la justicia y la paz, gloríese sin temor ninguno: pero gloríese en el que le da testimonio de ello, que es el Espíritu de verdad.
6. Para que habite la gloria en nuestra tierra, la misericordia y la verdad mutuamente se encontraron, y se dieron el beso la justicia y la paz. Si la gloria del padre es el hijo sabio, no habiendo otro más sabio que la misma Sabiduría, es claro que es la gloria del Padre, Cristo fortaleza de Dios y sabiduría de Dios. Pues por cuanto de muchos y varios modos se había predicho de Él en los Profetas que sería visto en la tierra, y que viviría entre los hombres; en qué manera haya sido hecho esto, y se hayan cumplido las cosas que estaban predichas por los Profetas, y cómo haya habitado la gloria en nuestra tierra, lo indica el Profeta con las palabras arriba citadas. Es como si más claramente dijera: Para que el Verbo se hiciera carne, y habitara entre nosotros, la misericordia y la verdad mutuamente vinieron a encontrarse, y se dieron el beso la justicia y la paz. Misterio grande, hermanos míos, y digno de ser considerado con la mayor diligencia, si tuviéramos inteligencia capaz de penetrar su profundidad, y a la misma inteligencia no la faltasen palabras. Sin embargo, diré lo que alcanzo, aunque sea muy poco; y con esto tal vez daré ocasión al sabio para que profundice más este misterio. Me parece que veo, Carísimos, cubierto al primer hombre, desde su creación, con estas cuatro virtudes, y adornado, según lo que dice el Profeta, con el vestido de la salud. Porque la perfección e integridad de la salud consiste en estas cuatro virtudes, ni sin todas ellas puede darse, especialmente no pudiendo ser virtudes estando separadas unas de otras. Había, pues, recibido el hombre la misericordia como una guardia y criada que había de ir delante de él y también seguirle, y que igualmente le debía proteger y amparar en todas partes. Ved ahí, qué ayo puso Dios a su párvulo y qué paje señaló al hombre recién nacido. Pero tenía necesidad de un maestro, como noble y racional criatura, que no debía ser guardada como una bestia, sino más bien educada como un párvulo. Para este magisterio ninguno era más a propósito que la Verdad misma, que le llevaría después al conocimiento (gnosis - episteme) de la Suma Verdad. Mas entretanto, para que el hombre no fuese sabio para hacer lo malo, y esto mismo se le atribuyese a pecado, como a quien sabía lo bueno y no lo hacía, recibió también la justicia para ser regido por ella. Todavía le añadió, la mano benignísima del Criador, la paz, en que reposase y se deleitase: una paz verdaderamente duplicada, de suerte que ni sintiese en su interior guerra ninguna, ni por fuera temor alguno: que es decir, que ni su carne combatiese contra el espíritu, ni le infundiese terror ninguna criatura. Así también puso él libremente nombre a todas las bestias; y la serpiente misma, no se atrevió a acometerle a cara descubierta, sino que lo hizo con fraude. ¿Qué le faltaba a quien custodiaba la misericordia, enseñaba la verdad, regía la justicia y recreaba al paz?
7. ¡Mas ay! Este hombre por una gran desdicha y necedad suya, bajó de Jerusalén a Jerico; cayó en manos de los ladrones; y según leemos, lo primero que hicieron, fue despojarle de sus vestidos. ¿No estaba despojado el que viniendo el Señor, se queja de que se halla desnudo? Ni podía volver a vestirse, o a tomar los vestidos que le habían quitado, sin que Cristo perdiese los suyos. Porque así como no podía ser vivificado en el alma sirio interviniendo la muerte corporal de Cristo, así ni podía tampoco volver a vestirse, sin que Cristo fuese despojado. Y ¿quién sabe si, para simbolizar estas cuatro partes del vestido que perdió el primero y viejo hombre, no fueron divididos en otras tantas los vestidos del segundo y nuevo Hombre? ¿Preguntas acaso qué significa la túnica inconsútil que no se dividió, sino que se dio por suerte? Yo juzgo que en ella se significa la divina imagen, que no siendo cosida y ajustada, sino innata e impresa en la naturaleza misma, no puede partirse, ni dividirse. Porque a imagen y semejanza de Dios fue hecho el hombre; consistiendo la imagen en la libertad de su arbitrio, y la semejanza en las virtudes. La semejanza sin duda pereció, pero la imagen durará tanto cuanto dure el hombre: en el infierno mismo podrá esa imagen quemarse, pero no consumirse; podrá abrasarse, pero no borrarse. La imagen pues, no se parte, sino que viene por suerte, y a cualquiera parte que vaya el alma, allí estará juntamente con ella. No sucede lo mismo con la semejanza; pues o permanece en la virtud del alma, o si ésta peca, se trueca miserablemente, volviéndose entonces el hombre semejante a las bestias irracionales.
8. Pero puesto que dijimos que había sido despojado el hombre de las cuatro virtudes, conviene que digamos en qué modo fue despojado de cada una. Perdió el hombre la justicia cuando Eva obedeció a la voz de la serpiente, y Adán a la voz de la mujer prefiriéndola a la divina. Quedaba todavía algún arbitrio que les podía valer; y esto mismo les insinuaba el Señor en aquel cargo y residencia que les hizo después de su culpa: pero le desecharon, dejando ir su corazón a palabras de malicia para alegar excusas de su pecado. El primer oficio de la justicia es no pecar; el segundo es condenar el pecado por la penitencia. Perdió el hombre la misericordia, cuando de tal modo se dejó arrastrar Eva de su concupiscencia (pleonexia, epithymia) , que ni tuvo compasión de sí misma, ni de su esposo, ni de sus hijos, que habían de nacer, entregándolos a todos juntos a una maldición terrible, y a la necesidad de la muerte. Adán también expuso a la mujer, por cuya causa había pecado, a la divina indignación, como queriendo detrás de su espalda evitar la saeta de la ira de Dios. Vio la mujer que el fruto de aquel árbol era bueno para comer y bello a los ojos y de aspecto deleitable: y dio oídos a la serpiente que le aseguraba serían corno dioses. Con dificultad se rompe una cuerda triplicada, de curiosidad, de deleite y de vanidad. Esto sólo tiene el mundo, concupiscencia (pleonexia, epithymia) de la carne, concupiscencia (pleonexia, epithymia) de los ojos, y soberbia de la vida. Embelesada y atraída por estas cosas desechó de sí toda misericordia esta madre cruel. Adán también, que con tanta imprudencia se había apiadado antes de la mujer para pecar en compañía de ella, no quiso tener de ella misericordia, cuando lo dictaba la prudencia (sophrosyne - phronesis), sufriendo por ella la pena. Fué igualmente privada la mujer de la verdad, primeramente torciendo y pervirtiendo lo que había oído: Moriréis ciertamente, y diciendo: No sea acaso que muramos: después creyendo a la serpiente que enteramente lo negaba y decía: De ningún modo moriréis. De esta misma manera fué privado Adán de la verdad, cuando tuvo vergüenza de confesarla, poniéndose a tejer las hojas, que es decir, el velo de pretextos y excusas; pues la misma Verdad ha dicho: Si alguno tuviere vergüenza de Mí delante de los hombres, tendré yo vergüenza de él delante de mi Padre. Al punto también perdieron la paz, porque no tienen paz los impíos, dice el Señor. ¿Por ventura no encontraron en sus miembros una ley contraria a la razón, los que por la primera vez comenzaron a avergonzarse de su desnudez? Yo temí, dice, porque estaba desnudo. No temías así poco antes, miserable, no temías así: no buscabas las hojas, aunque estabas desnudo en el cuerpo como ahora.
9. Desde entonces (para proseguir la parábola del Profeta que dice que la misericordia y la verdad mutuamente vinieron a encontrarse, y que se reconciliaron con el beso de amistad) parece haber nacido una grave contienda entre las virtudes. La verdad y la justicia afligían al hombre miserable: la paz y la misericordia, no tomando parte en este celo, juzgaban que más bien se le debía perdonar. Tienen estas dos entre sí la conexión de hermanas de leche, así como también las primeras. De esto se siguió que perseverando aquéllas en pedir venganza, y afligiendo por todas partes al hombre delincuente, y juntando a las molestias presentes las amenazas del futuro suplicio; se retiraron éstas al corazón del Padre, volviéndose al Señor que las había dado al hombre. De esta suerte, cuando todo se veía lleno de aflicción, Él solo meditaba pensamientos de paz. No se daba punto de reposo la paz, mientras que la misericordia tampoco guardaba un momento de silencio, sino que ambas a dos se esforzaban en conmover con piadoso susurro las paternales entrañas del Señor, diciendo: ¿Nos desechará Dios para siempre o podrá resolverse a no sernos jamás favorable? ¿Se olvidará Dios de tener misericordia, o su cólera detendrá el curso de sus piedades? Aunque durante muy largo tiempo pareció que no se daba por entendido el Padre de las misericordias, a fin de satisfacer entretanto al celo de la justicia y de la verdad; sin embargo no fue infructuosa la importunidad de las suplicantes, sino que fueron oídas en el tiempo oportuno.
10. Tal vez se puede decir que instándole ellas, las dio esta respuesta: ¿hasta cuándo durarán vuestros ruegos? Soy deudor también a vuestras hermanas la Justicia y la Verdad, a quienes veis dispuestas para hacer venganza en las naciones. Que sean llamadas a consejo, vengan y conferenciaremos sobre este asunto. Se apresuran los nuncios celestiales a cumplir esta orden, pero al ver la miseria de los hombres y la plaga cruel que les aquejaba, lloraban amargamente, como habla el Profeta, ¿os nuncios de la paz. ¿Quiénes más fielmente buscarían y rogarían lo que condujese a la paz, que los Ángeles de la paz? Puesta de acuerdo con su hermana la Justicia, acudió a la cita la Verdad el día señalado, pero subió hasta las nubes: no todavía brillante, sino algo obscurecida y anublada por el celo de la indignación. Entonces sucedió lo que el Profeta dice: Señor, en el Cielo está vuestra misericordia, y vuestra verdad llega hasta las nubes. Sentado en medio de ambas el Padre de las luces, una y otra alegaba los argumentos que creía más convincentes. ¿Quién te parece que mereció asistir a este coloquio, para que pueda decirnos lo que pasó? ¿Quién lo oyó, y nos lo podrá contar? Tal vez son cosas inefables, y no es permitido al hombre hablarlas. Con todo eso, la suma de toda la controversia parece haber sido esta. — Necesita de conmiseración la criatura racional, dice la Misericordia, porque se ha hecho mísera y miserable en gran manera. Llegó el tiempo de compadecerse de ella, sin que sea posible dilatarlo para más adelante. A esto replica la Verdad: Señor, que se cumpla la palabra que vos pronunciasteis. Es preciso que muera enteramente Adán con todos los que estaban con él el día en que, pisoteando vuestro mandato, comió la manzana vedada. — ¿Para qué, dice la Misericordia, para qué, Padre, me habéis engendrado, si tan presto he de perecer? Sabe la misma Verdad que vuestra piedad perecería, quedando reducida a la nada, si alguna vez no os compadecieseis de las miserias del hombre. Insiste a su vez la Verdad, diciendo resueltamente: ¿quién ignora, Señor, que si el transgresor evita la sentencia de muerte que está promulgada contra él, perecerá para siempre vuestra verdad y no durará eternamente?
11. Mas he ahí que uno de los Querubines sugiere la idea de que ambas litigantes comparezcan ante el Divino Salomón; porque al Hijo se le ha deudo toda la potestad de juzgar. Así se hizo en efecto: juntáronse en presencia del Hijo divino, la Misericordia y la Verdad, alegando cada cual en su favor las razones antes indicadas. Confieso, dice la Verdad, que la Misericordia tiene buen celo, pero ojalá que fuera arreglado a la prudencia (sophrosyne - phronesis). Mas ahora ¿con qué razón juzga que se haya de perdonar más bien al transgresor, que atenderme a mí que soy su propia hermana? Y tú, le replica la Misericordia, ni al uno ni a la otra perdonas, sino que enardeces con tanta indignación contra el transgresor, que envuelves con ella a tu hermana juntamente. ¿Qué mal te he hecho yo? Si tienes algo contra mí, dímelo: y si no ¿por qué me persigues? ¡Grande controversia, Hermanos míos, y disputa sobremanera intrincada! ¿Quién no diría entonces: mejor sería para nosotros que este hombre no hubiera nacido? Así era, Carísimos, así era: no parecía posible que, en lo relativo a la salvación del hombre, pudieran llegar a un acuerdo mutuo la Misericordia y la Verdad: tanto más cuanto que ésta dirigiéndose al Juez, le hacía notar que el agravio de que ella fuera víctima resultaría desfavorable al mismo Juez; e insistía en que a todo trance era necesario que la palabra de su Padre no quedara frustrada, y que por ningún pretexto debía quedar letra muerta aquella palabra viva y eficaz, En esto intervino la Paz, diciendo: dejaos, os ruego, de discusiones, cese vuestro altercado: que es indecoroso contender entre sí las virtudes.
12. Mientras tanto, inclinándose el Juez, con el dedo escribía en la tierra. Las palabras de aquella Escritura que la Paz iba leyendo en alta voz a medida que Él las trazaba, por estar sentada más cerca de Él, eran estas: La Verdad dice: pereceré yo si no se ejecuta la sentencia dada contra Adán. Y la Misericordia replica: Estoy perdida si no consigo que se apiaden de él. Pues bien, establezcamos una muerte buena y santa, con lo cual una y otra habrá obtenido lo que pide. Todos se pasmaron al oír las palabras de la Sabiduría, al oír aquel arbitrio que era composición y sentencia al mismo tiempo; pues era manifiesto que no se las dejaba ocasión alguna de queja, con tal de que se pudiese hacer lo que una y otra pretendían: esto es, que muriese el hombre, y juntamente consiguiese misericordia. Pero ¿cómo, dicen ambas, se podrá hacer esto? La muerte es cruelísima y amarguísima: la muerte infunde a los mismos oídos susto y horror. ¿En qué modo podrá hacerse buena? La muerte, dice el Juez, de los pecadores es pésima, pero la muerte de los Santos puede hacerse preciosa. ¿Por ventura no será preciosa, si fuere la puerta de la vida y la entrada de la gloria? Sí, contestan, preciosa será entonces: mas ¿cómo se hará esto? Será así, prosigue el Juez, si hallamos a alguno que, sin deber nada a la muerte, consienta en morir por amor al hombre: porque no podrá la muerte asir al inocente, sino que éste, como está escrito, taladrará con un garfio las quijadas del infernal Leviatán; y entonces será derribado el centro de la muralla, y se llenará el caos inmenso ahondado por el pecado entre la muerte y la vida. Sin duda el amor, fuerte como la muerte, y aún más fuerte que la muerte, si penetrare en el atrio de aquel valiente armado, le atará y saqueará todas sus alhajas, y al penetrar abrirá paso en lo profundo del mar del pecado, a fin de que puedan pasar tras él los que por él hayan sido librados.
13. Pareció buena la propuesta, como que era fiel y digna de todo acatamiento. Pero ¿dónde encontrar ese ser inocente e inmaculado que se preste a morir no por solventar una deuda propia, sino por pura liberalidad; no por haberla merecido sino por puro beneplácito? Sale al punto la Verdad a dar la vuelta al orbe entero, y no halla a nadie totalmente libre de mancha, ni aún el niño cuya vida es de un solo día sobre la tierra. La Misericordia a su vez registra todo el Cielo, y aún en los mismos Ángeles encuentra, no diré la maldad, pero sí una caridad menor que la que se busca. Sin duda esta victoria estaba reservada para aquel Señor, cuya caridad fue la mayor de todas, pues puso su vida por unos siervos inútiles e indignos. Porque, aunque Él ya no nos llama siervos, esto mismo es efecto de un amor inmenso y de una insigne dignación. Mas nosotros, aunque hiciésemos enteramente cuanto nos han mandado, ¿qué otra cosa deberíamos decir sino que somos siervos inútiles? Pero ¿quién presumiría proponerle esto? Vuelven al día señalado la Verdad y la Misericordia muy congojadas por no haber encontrado lo que tanto deseaban.
14. Entonces la Paz las llama aparte, y procura consolarlas diciéndoles: Vosotras no entendéis palabra acerca de este asunto, y es inútil que os devanéis los sesos; porque no hay nadie, absolutamente nadie que pueda realizar esta hazaña. Sólo Aquel que indicó el remedio, es capaz de aplicarlo. Entendió el Rey lo que le quería significar con esto y dijo así: Pésame de haber hecho al hombre. Pena tengo, dice; pues, a mí me toca tolerar la pena y hacer penitencia por el hombre que yo crié. Mas al punto añadió: Vedme ahí, ya vengo; no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba. Y llamando en seguida al Ángel Gabriel; anda, le dice, di a la hija de Sión: Mira que viene tu Rey. Apresuróse el Ángel a cumplir este encargo, y dijo a la hija de Sión: oh hija de Sión, prepara tu tálamo para recibir en él a tu Rey. Se adelantaron al Rey que había de venir la Misericordia y la Verdad, como está escrito: La misericordia y la verdad irán delante de, vuestro rostro. La Justicia le preparó el trono, según el Profeta que dice: ha justicia y el juicio son la preparación de vuestro trono. La Paz vino en compañía del Rey para que se viera que había sido fiel el Profeta que dijo: Habrá paz en nuestra tierra, cuando Él viniere. De ahí es, que habiendo nacido el Señor, cantaba el coro de los Ángeles: Paz sea en la tierra a los hombre de buena voluntad. Entonces la Justicia y la Paz, que parecían estar discordes entre sí, se dieron el beso amistosamente. A la verdad, la primera justicia (si es que merece tal nombre), que procedía de la ley, no llevaba en sus labios el dulce beso, sino más bien un aguijón, oprimiendo más con el temor que atrayendo por el amor. Por esto no tuvo eficacia para la reconciliación, como la tiene ahora la presente justicia, que viene por la fe en Jesucristo. Porque ¿de dónde procedía que ni Abraham, ni Moisés, ni los demás justos de aquel tiempo podían recibir en su muerte la paz de la bienaventuranza, ni entrar en el reino de la paz, sino de que todavía la justicia y la paz no se habían dado el ósculo de la reconciliación? Por eso, Carísimos, debemos amar y seguir la justicia con el más fervoroso celo, pues la justicia y la paz se han dado ya el ósculo de reconciliación, y han establecido entre sí un pacto indisoluble de amistad: de suerte, que cualquiera que traiga consigo el testimonio de la justicia, será recibido con placentero rostro y alegres abrazos por la paz, durmiendo ya y descansando en su regazo dulcemente.
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